Era muy de mañana y miré por la ventana. A lo lejos, se veía el mar, resplandeciente, reflejando el azul claro del inmenso cielo. Aunque desde el punto de vista de mi ventana era lejano, sentía su cercanía. Sentía paz, una paz que no tenía fin.
Pasaban pequeñas embarcaciones, y me imaginaba en una de ellas, disfrutando de las olas, del olor a salitre y disfrutando de los seres marinos que pasaban junto a mí.
Crecí en un país privilegiado, en el cual pude disfrutar del mar, o la playa, desde muy pequeña. Nuestras salidas eran tempranas, para poder llegar y disfrutar de un día largo y completo de sol y relax. Llegar y contemplar el mar, sereno, limpio, vacío, era algo inevitable, justo antes de que empezaran a llegar los demás. Me gustaba nadar y pensar que era una sirena y que, “en el mar, la vida es más sabrosa”. A veces, me daba un poco de miedo que los pececillos que nadaban a mi alrededor les diese por darme un bocado, pero nunca ocurrió. Yo los miraba pero ellos ni se inmutaban, y seguían de largo para seguir nadando hacia adentro de ese mar profundo.
El olor del bronceador a coco todavía me produce unos recuerdos maravillosos de esos días.
Al principio iba con mis tías que, parapetadas con sombreros, protectores solares, pareos vistosos y bañadores hechos a medida, se instalaban en primera línea, para eso los madrugones, y empezaban a charlar y a saludar a todos los que paraban por nuestro tenderete. Ese famoso bronceador, con olor a coco, era lo primero que sacaban para poder broncearse y conseguir ese color caramelo, tan anhelado por todos. Luego, venía una rutina que podía variar según las circunstancias.
Después de embadurnarse, y embadurnarme, pasábamos a buscar al camarero, «amigo», para pedirle bebidas y reservar en el restaurante. Luego, venía el baño. Todas disfrutábamos de ese mar cálido y envolvente. Nadar un rato y perdernos en nuestros propios pensamientos, sentirnos sirenas, peces, algas, seres sin peso que flotan sin rumbo.
Ese baño refrescante daba paso a un descanso, y eso quería decir, tomar el sol, para afianzar el bronceado y pasar a la siguiente actividad; la búsqueda de comida.
Mis tías que eran, y siguen siendo, muy sabias, me decían que como yo era joven debía ir a buscar empanadas. Esto era lo que comíamos antes de ir a almorzar. Además, este simple recado, servía para templar el carácter y aprender de la vida.
Dicho puesto de empanadas quedaba relativamente lejos de nuestro tenderete de la playa, así que alguna de ellas me llevaba y me dejaba para que pudiese empezar la tortura, mi tortura.
Generalmente ya había una cola, esperando que las señoras abriesen y poder ser los primeros en degustar las deliciosas empanadas. Mientras tanto, iba repasando en mi mente varias cosas. Primero: La cantidad y variedad de empanadas que debía comprar. Segundo: hacer los cálculos de cuánto me iba a cobrar, para poder llevar el cambio preciso y no llevarme una buena regañina. Tercero: estar muy atenta a la gente que, viendo que yo era una niña pequeña, intentaba colarse. Por eso digo que era una tortura, aunque luego disfrutase de las empanadas.
En todos esos años me pasó un poco de todo y las amonestaciones fueron variadas, en diversas ocasiones alguna de las tías acudía a ver por qué tardaba tanto y, al darse cuenta de que todo el mundo tenía empanadas menos yo, armaban tal espectáculo que, durante ese día, no se me volvía a colar nadie. Pero comerse esas empanadas contemplando el mar junto a ellas, no tenía precio.
Al ir siempre al mismo sitio, ya tenía amigos y si no, también estaban los primos que a veces iban un poco más tarde. Siempre había algún tipo de entretenimiento.
Al llegar la tarde, había que ducharse y vestirse para acudir a las diversas actividades planeadas. A veces era cine, a veces me quedaba mirando cómo las tías y sus amigas jugaban a las cartas, también los más jóvenes íbamos a «inventar» qué hacer. Nadie se aburría en aquel sitio. Todos tenían algo a lo que dedicarse.
Mis recuerdos de esos días de sol y playa son muy felices. A lo largo de mi vida han ido variando los lugares y personas con las cuales he compartido. Pero ir a la playa con las tías era para mí uno de los mejores planes del mundo.
Es inevitable que, al mirar por mi ventana al mar, esa sensación de felicidad y paz me inunde y recuerde ese rico olor a bronceador de coco.
Mariana, la parte narrativa es entretenida, divertida y minuciosa en sus detalles. Explicando los pormenores de tus vivencias con claridad. Continúa escribiendo en ese plan claro, sincero y de buen entender. Adelante y mucha suerte. Honorio.